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lunes, 2 de junio de 2025

El Porteñazo, 02 de junio de 1962. Historia de un reportaje gráfico

 

El Porteñazo

En la mañana del sábado, el país fue estremecido con la noticia de que la Base Naval de Puerto Cabello se había revelado. Apenas transcurridos 28 días de la insurrección de Carúpano, la democracia tenía que enfrentar otra durísima y sangrienta prueba, de la cual también salió victoriosa. Los marinos insurrectos del puerto carabobeño obligaron a las fuerzas leales a librar cruentísima batalla en la que hubo –de acuerdo con el testimonio de nuestros enviados especiales− centenares de muertos y heridos”.

Con este sumario, la revista Élite desplegó en su edición número 1915, del 9 de junio de 1962, un extenso trabajo sobre lo que hoy la historia llama: El Porteñazo. Esos hechos registrados en Puerto Cabello, a partir de la madrugada del 2 de junio, cuando la Base Naval del citado emplazamiento fue tomado por el capitán de corveta Pedro Medina Silva y los capitanes del navío Víctor Hugo Morales y Manuel Ponte Rodríguez, con la participación de los civiles Germán Lairet –PCV−, Raúl Lugo Rojas−MIR− y los independientes Manuel Quijada y Gastón Carvallo.

Antes de clarear el día, los alzados arrestaron a los comandantes de la Base Naval, liberaron a los presos políticos del castillo Libertador y distribuyeron tropas armadas por la ciudad para asegurarse el control sobre ellos. Había empezado El Porteñazo, que sería, según consignó Manuel Felipe Sierra en su biografía de Gustavo Machado, −Biblioteca Biográfica Venezolana−, “la operación más sangrienta y prolongada que se registra en la historia militar de esos años. Cálculos conservadores estiman las víctimas fatales entre 400 y 700; y se producen más de mil detenciones entre infantes de marina y civiles”.

En menos de un mes se producía una segunda insurrección, tras la intentona de Carúpano, el 4 de mayo de 1962, en procura de derrocar al presidente institucional de la república, Rómulo Betancourt, cuyos primeros años en el poder se vieron distraídos en el enfrentamiento a sucesivas sublevaciones y un intento de magnicidio. De cara al Porteñazo, el gobierno estaba avisado por informes de inteligencia de que habría escaramuzas en Puerto Cabello, lo que le permitió salir al paso con prontitud y ventaja. De allí que pocas horas después de la irrupción de los conjurados, el gobierno envía efectivos de la Fuerza Aérea y del Ejército que rodean Puerto Cabello y cumplen la orden de recuperar el sitio a sangre y fuego. Muy pronto se produce el combate frontal entre las fuerzas insurrectas del batallón de Infantería de Marina General Rafael Urdaneta –que se había sumado a los militares alzados de la base naval− y la tropa del batallón Carabobo –Ejército−, al mando del coronel Alfredo Monch.

Es posible que los medios de comunicación también estuvieran al tanto con respecto a una réplica del Carupanazo, porque lo cierto es que los periodistas llegaron al lugar de los hechos pisándoles los talones a los uniformados. Élite comisionó para esta cobertura a Paco Ortega, Luis Scotto y José Luis Blasco. El vespertino El Mundo envió a Serrada Reyes y a los hermanos Romero. La UPI contó con los despachos de Antonio Valbuena. Y el diario La República confió la tarea al redactor José Salvador Rojas y al fotógrafo Héctor Rondón Lovera, cuya vida sería transformada por el estruendo de los disparos que estaba a punto de tomar parte.

“Al periódico llegó la noticia de que había un alzamiento grave en Puerto Cabello”, recordó Freddy Martínez Rey, jefe de fotógrafos del diario La República en 1962, al ser entrevistado por Juan Carlos Solórzano para su tesis de grado, un formidable reportaje audiovisual que presentó en 2009. “Mandé a Rondón porque era el fotógrafo de ‘Sucesos’ y yo sabía que él era perfecto para eso porque no le tenía miedo a este tipo de cosas”, señala Martínez.

Héctor Rondón Lovera había nacido en Bruzual, estado Apure, en 1933. Había sido taxista, artesano del vidrio, plomero y jugador de ligas menores de baseball hasta que un cuñado lo inició en la fotografía. En 1961, cuando se funda el diario La República, Rondón era fotógrafo de la Policía Técnica Judicial. Qué mejor credencial para ingresar al naciente rotativo como reportero de “Sucesos”. Fue así como un año después, cuando se desató el plomo en Puerto Cabello, Rondón llegó entre los primeros con ese fervor que despierta la cercanía de la noticia. Y con su Leica: su fiel cámara.

Cuando los reporteros llegan, se encuentran que la ciudad está rodeada. Los militares del Ejército y la Guardia Nacional, al mando de la situación, les impiden el paso. Hay combates en las calles. Es imposible garantizar la seguridad de los periodistas, de manera que se les prohíbe ingresar a Puerto Cabello mientras estuviera en marcha la operación militar. “Mientras evalúan cómo entrar a la ciudad, los periodistas deciden permanecer en el coman do de operaciones establecido por el Ejército.

“Allí observan la gran movilización de tanques y soldados que se alistan para retomar la ciudad”, dice Solórzano, el tesista. Tal como narra Don Enrique Aristiguieta, el Batallón Carabobo se distribuyó en pelotones de 30 hombres, que debían ir cada uno detrás de los trece tanques destinados a entrar al Puerto. Esto no ocurrió en los primeros momentos debido a que se esperó el asalto de la Aviación para luego entrar a saco por tierra contra el Fortín de Puerto Cabello, que era usado como punto de operaciones de los sublevados. Doblegado el Fortín, comenzaron las tropas a penetrar en Puerto Cabello.

Confundidos con los hombres que avanzaban detrás de los tanques blindados, en desacato de la interdicción, algunos periodistas ingresaron a Puerto Cabello, aun cuando aquello era un infierno por el estruendo de los disparos y los ayes de los heridos. Podemos estar seguros de que dos de ellos lo hicieron: José Luis Blasco y Héctor Rondón Lovera. Ambos harían sendas fotos del mismo, estremecedor, episodio. Pero solo uno alcanzaría la gloria.

En su tesis de grado, titulada Absolución Final. Historia de una fotografía, Solórzano recoge la siguiente declaración de Freddy Martínez Rey. “Cuando Blasco y Rondón iban entrando a la ciudad, un grupo de guardias nacionales les advirtió que estaban en grave peligro porque estaban detrás de los soldados insurrectos y ellos mismos estaban en peligro.” “Rondón y Blasco continúan avanzando detrás de unos de los tanques, pero al llegar a un céntrico sector conocido como La Alcantarilla, un oficial del Ejército les advierte nuevamente del inminente peligro”, sigue Solórzano.

“Haciéndole caso al mayor, nos retiramos a la pared. Luego de que habían pasado cerda de 10 tanques, empezaron a disparar de todos lados. Los muertos iban cayendo. No se veía a quienes disparaban ocultos en las casas. Los masacraron a todos. Cayeron diez en la esquina, los que iban conmigo”, contaría Rondón posteriormente.

“Durante el combate Héctor Rondón se repliega en el umbral de una sastrería desde donde logra un registro fotográfico extraordinario. Por media hora, el fuego era cerrado allí en La Alcantarilla. Los insurrectos no se veían, disparaban hasta granadas. Los tanques se fueron finalmente, dejando a los muertos. Entonces fue cuando venía un cura por la acera derecha”, anota Solórzano. “El cura frente a nosotros se puso a revisar los heridos. Uno en el medio de la calle levantó la cabeza. El cura trato de socorrer a otro. Lo levantó. Trató de cargarlo. Yo tomé la foto”, habla Rondón.

Cuando Freddy Martínez Rey recibió la imagen en la redacción, se quedó pasmado. No tuvo duda de que aquella era la foto del siglo. El 4 de junio de 1962, dos periódicos pusieron en su primera plana la imagen de un cura sosteniendo a un soldado que está de rodillas. Últimas Noticias usó la de José Luis Blasco; y La República, la de Rondón que es ligeramente distinta. Pero ambas muestran al sacerdote Luis María Padilla, capellán de la base naval de Puerto Cabello y párroco de Borburata, parado en medio del área de refriega, como tratando de ayudar a levantar a un joven uniformado, de cuya identidad hay, al menos dos versiones: unos dicen que se trata del subteniente Luis Antonio Rivera Sanoja del Batallón Carabobo; y otros aseguran que es el cabo primero Andrés de Jesús Garcés, de la Primera Compañía de Fusileros del Batallón Piar No.31.

Una semana después la revista Élite publicaría la siguiente nota: “El valiente sacerdote no conserva, frente a los redactores, en su modesta casa de Borburata, el mismo arrojo que demostró en las líneas de fuego. No quiere hablar de los sucesos, por demás penosos para él. Todavía bajo la impresión de la muerte rondando en torno a los hombres, recuerda que cuando intentó auxiliar a un herido –el que aparece en la foto que publicaron todos los periódicos del mundo−, al tomarlo por los brazos, le dijo con un grito doloroso: ‘Por ahí no’. Era que estaba ametrallado en el costado. No pudo alcanzar una ambulancia y el soldado murió en sus brazos”.

“Otro soldado que parecía herido, le confió, cuando trató de ayudarlo: ‘No estoy herido, padre, pero no me puedo parar porque me van a matar’”, se lee en el artículo de Élite, de junio de 1962. La metralla silbaba sobre sus cabezas; y el sacerdote le dijo: “está bien, no te muevas”. Al rato lo colocó en una ambulancia junto con los heridos y muertos. Una vida más era salvada.

En el frente de operaciones, en los hospitales, en la línea de fuego, la presencia del padre Padilla se hizo familiar. Durante la batalla no tuvo sino una preocupación personal: los cigarrillos. Había agotado sus tres cajas de reserva, y durante los escasos momentos de inactividad o de suprema tensión nerviosa, el deseo de fumar le era tan apremiante como el deseo de prestas sus servicios. Efectivamente, en las fotografías que acompañan esta nota, aparece el cura Padilla, carabobeño, capitán de la Base Naval de Puerto Cabello desde hacía 14 años, y poseedor del rango de capitán de corbeta asimilado, echando el humo parejo.

La foto de Rondón, en blanco y negro, fue distribuida por la AssociatedPress. Y no hubo medio en el planeta que no la reprodujera o comentara. Ese mismo año se alzó con los galardones a la Mejor Fotografía de Prensa del Año y al Reportaje Fotográfico del Año, otorgados por la organización Word PressPhoto, con sede en Holanda. Un año después, en junio de 1963, Rondón se convirtió en el primer latinoamericano –y único venezolano hasta la fecha− en obtener el premio Pulitzer por su foto, que entonces fue llamada Ayuda del padre –años más tarde sería renombrada Absolución final. Desde luego, para entonces se había ganado todas las preseas que quepa imaginar.

Además, la imagen inició muy rápidamente una carrera de reproducciones. En la Comandancia General del Ejército de Venezuela se puso un cuadro que recogía la escena; en la propia esquina de La Alcantarilla en Puerto Cabello se puso un mural se hizo una estatua en el fuerte militar Tiuna, que conmemora los militares venezolanos caídos en combate. En su película La quema de Judas – en 1974−, Román Chalbaud calcó el episodio y contrató al cura Padilla para que hiciera su propio rol.

En 2005, con motivo del 50 aniversario de la Fundación Word PressPhoto, el correo nacional holandés emitió una edición especial de estampillas mostrando las fotos que han obtenido el premio a Mejor Foto del Año, incluida, naturalmente, la del cura y el soldado.

Pero quizás la secuela más notable de la fotografía de Héctor Rondón es la obra del artista norteamericano Norman Rockwell quien en 1965, pintó tomando una referencia e inspiración la foto de Rondón, pintó el cuadro titulado Asesinato en Mississipi, que muestra un hombre de pie sosteniendo a otro que está de rodillas y en tránsito de muerte. La pieza reconstruye los últimos minutos de la vida de Michael Schwerner, judío de 20 años, luchador por los derechos civiles, asesinado por el KuKluxKlan.

Héctor Rondón falleció el 21 de junio de 1984. Nadie sabe dónde están los originales de la foto que tomó aquel fin de semana en Puerto Cabello. Ni siquiera los de la más famosa, esa “Piedad” venezolana.

 

Autor. Milagros Socorro Morales (Maracaibo, 19 de marzo de 1960) es una periodista, escritora y profesora universitaria venezolana, ganadora del premio Nacional de Periodismo en 1999.[1]​ En 2018 recibió en La Haya el Premio Oxfam Novib/PEN por su labor en defensa de la libertad de expresión, frente a la amenaza y hostigamiento.


MIS MEMORIAS DEL PORTEÑAZO

Hal Pierce

02 de junio de 2020

Amanecía el sábado 2 de junio de 1962 y, para mí, era un día especial porque había sido uno de los seleccionados de mi salón del Colegio La Salle para asistir a un paseo al río Borburata. Se había establecido a las seis de la mañana como la hora de salida del colegio, por lo que deberíamos llegar por lo menos media hora antes a fin de chequearse e ir abordando el autobús que nos llevaría hasta Borburata.

Yo, que a la sazón tendría unos 10 años, recuerdo haberme levantado como a las 4 y media de la mañana, vestirme y colgarme del hombro mi pequeño morral donde llevaba una muda de ropa, un paño, dos sándwiches de jamón y queso, hechos con pan de a locha, y algunas golosinas; el traje de baño ya lo tenía puesto desde la noche anterior. Salí de mi cuarto hacia la cocina y ya mi papá me tenía preparado un desayuno que, aunque no tenía hambre a esa hora, tuve que comerlo porque mi viejo no era alguien a quien pudieras decirle: “no quiero” o “no tengo hambre”.

El trayecto desde donde vivíamos en el lote 8 de Rancho Grande hasta el Colegio La Salle, que para esa época quedaba en la Calle Bolívar, al lado del malecón, era relativamente rápido, especialmente a esa hora de la mañana. Así que llegamos con suficiente antelación como para que pudiera compartir un rato con mis amigos antes de abordar el autobús. Mi papá se despidió, no sin antes “leerme la cartilla” por enésima vez, y quedó en pasarme buscando al final de la tarde.

Salimos del colegio a la hora establecida, todos alegres y emocionados, algunos ya iban sudados por haber estado jugando antes de subirse al bus. Imagino que seríamos unos 30 o 40 muchachos, más los curas que nos acompañaban y representaban. Nunca se llegó a sospechar que a esa misma hora un grupo de militares y civiles conjurados emprendían una acción armada para derrotar al gobierno democrático que presidía el señor Rómulo Betancourt.

Llegamos al pueblo de Borburata sin ningún tipo de contratiempo y, después de haber dejado el autobús del colegio cerca del pueblo, emprendimos la marcha hacia el río, adonde llegamos a media mañana. Apenas habían pasado algunos minutos, cuando fueron a avisarnos que estaba en marcha un alzamiento militar en Puerto Cabello y que teníamos que regresar. Ese regreso estuvo cargado de vivencias y emociones, especialmente para un grupo de niños que no eran capaces de entender o de cuantificar el grado de peligro en que se encontraban; a diferencia de los curas que denotaban angustia en sus rostros. En nuestra caminata de regreso al pueblo de Borburata, podíamos ver la acción de los aviones de guerra que se lanzaban en picada disparándole a algún objetivo incierto para nosotros, que solo nos limitábamos a observar y a lanzar gritos de admiración ante las osadas maniobras de los pilotos y sus aviones.

Ya en el bus y en la vía de regreso a Puerto Cabello, fuimos objeto de amenazas y requisas de parte de uniformados, que asumíamos eran militares rebeldes. Comenzaba a aparecer el miedo entre nosotros al ver que éramos apuntados con armas de verdad por unos individuos mal encarados y visiblemente nerviosos. No se trataba de ninguno de los juegos de guerra que solíamos jugar en el patio del colegio, estábamos presenciando el comienzo de un hecho cruel y sangriento, que pasaría a ser recordado en la historia contemporánea de Venezuela como el Porteñazo.

Finalmente, pudimos llegar a las instalaciones del colegio al comienzo de la tarde, donde mandaron a resguardarnos en algunas de las aulas de clases mientras se concretaban unas acciones para enviarnos a nuestras casas, ya que por la situación de anarquía y de inseguridad reinante, nuestros padres estaban imposibilitados de ir a buscarnos.

El colegio había quedado en una especie de fuego cruzado entre combatientes de los distintos bandos, unos disparaban desde el malecón y otros lo hacían desde la sede de la policía que quedaba por la misma Calle Bolívar, a unas cuantas casas más abajo de La Salle. Recuerdo que los curas tenían problemas intentando mantenernos en las aulas porque muchos de los muchachos se escapaban para el patio, tratando de ver si podían tener una mejor visión de lo que estaba pasando, especialmente desde el muro que daba hacia el mar.

A mediados de la tarde de ese mismo día, cuando estimaron que estaban dadas las condiciones, me montaron junto con otros niños en una patrulla de la policía que parecía una jaula, para llevarnos lo más cerca posible a nuestras casas. Recuerdo que todos íbamos asustados por la cantidad de personas armadas que veíamos en la calle, algunas corrían, otras se resguardaban detrás de carros o paredes. Igualmente nos aterraban las detonaciones que se oían, la mayoría lejanas, pero algunas se percibían muy cercanas; también nos inquietaba la velocidad con que se desplazaba la patrulla. Uno de los policías que iban con nosotros nos decía: “no podemos llevarlos hasta la casa de cada uno de ustedes, quédense lo más cerca que puedan”. Así que me dejaron en la esquina del lote 7, por la avenida Juan José Flores, a la altura del abasto del señor Mario Parziale, y de ahí emprendí una sola carrera hasta llegar a mi casa.

La alegría de mi mamá al verme era inenarrable, entre sollozos me abrazaba, me besaba y me preguntaba si estaba bien. Afortunadamente, mi hermano, que estudiaba en Valencia, había venido por el fin de semana, y mi papá llegó algo más tarde procedente de su negocio que quedaba por la calle Segrestáa de Puerto Cabello, donde había quedado momentáneamente encerrado por la misma situación que se estaba presentando.

Rancho Grande era para aquella época una zona urbana con muy pocos edificios, por lo que, aunque vivíamos en un primer piso, se podía ver desde los balcones o desde alguna de las ventanas del apartamento lo que ocurría en distintas partes de la ciudad. De tal manera que pudimos presenciar el bombardeo al edificio del Seguro Social, al Fortín Solano, o los disparos que se efectuaban desde y hacia el edificio residencial de miembros de las Fuerzas Armadas, que quedaba al frente de nosotros, pero al otro lado de la Avenida Bolívar. ¡Cuántas veces nos regañaron, a mi hermano y a mí, por estar asomándonos al balcón o a las ventanas en esos días! Esa noche y la noche siguiente todos dormimos sobre unas colchonetas en el piso del pasillo que conducía hacia los cuartos, que era la zona mas segura del apartamento.

A consecuencia del intenso bombardeo que se estaba realizando al Fortín Solano, la gente que vivía en sus alrededores comenzó a huir de la zona para buscar refugio en otros lados. Muchas personas, entre ellas adultos mayores, mujeres y niños pudieron refugiarse en la entrada y escaleras de nuestro edificio. Recuerdo que mi mamá y otras personas que allí residían preparaban grandes ollas de comida para asistir a todas esas personas que, en su mayoría, habían tenido que salir de sus casas con apenas lo que llevaban puesto.

Las detonaciones y explosiones se pudieron seguir escuchando durante toda la tarde y noche, igualmente sucedió el día siguiente. Yo solamente oía a mis viejos comentar lo que estaba pasando, que a su vez ellos oían de algunos vecinos y amigos, porque la información oficial o de los medios era bien confusa, especialmente durante los días sábado y domingo. La gente hablaba de lo que había pasado en la Base Naval de Puerto Cabello, donde todo había comenzado; de lo que estaba pasando en el puerto, especialmente en la zona de la alcantarilla; de que había una gran cantidad de muertos, de que habían matado a fulano o que habían puesto preso al hijo de la señora sutana, etcétera.

El día lunes 4 de junio, ya el gobierno había controlado la situación y los militares comenzaron a requisar todas las casas en busca de rebeldes escondidos, de armas o de cualquier cosa que pudiera indicar que se había tomado parte en el alzamiento. En mi casa, lo único que había era un viejo flower calibre 4.5, marca Diana, que mi papá se lo entregó al oficial que encabezaba la requisa, este lo revisó y se lo devolvió alegando que no revestía peligro alguno. Revisaron cuidadosamente el resto de la casa, hicieron varias preguntas, nos dieron algunas indicaciones y se retiraron. Afortunadamente, la gente que se había refugiado en el edificio ya se había ido en su gran mayoría porque si no la revisión habría sido más complicada, ya que cualquiera podría ser visto como sospechoso. Algunos de los vecinos tuvieron inspecciones mucho más rigurosas porque habían tenido denuncias de estar escondiendo a alguna persona, especialmente a familiares sospechosos de haber estado involucrado en la asonada. Por la tarde del mismo día, pudimos ver a un gran número de presos con las manos amarradas a la espalda y escoltados por soldados, bajando por la Avenida Bolívar; era el comienzo del fin de esta aventura golpista que enfrentaba a hermanos venezolanos entre sí.

Nunca se supo con certeza cuál fue el saldo de muertos y heridos que dejó esta fecha fatídica porque el gobierno daba unas cifras y los medios daban otras, pero la gente en la calle tenía sus propios números; especialmente aquellos que fueron testigos presenciales en zonas como la alcantarilla. Lo que sí podemos afirmar es que el Porteñazo fue un evento nefasto que enlutó los hogares y los corazones de los venezolanos.

 

 




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